No de la traducción: Concha Cardeñoso Sáenz de Miera, 2001
Al agente Dale Claxton,
que murió valientemente en solitario acto de servicio
NOTA DEL AUTOR: El 4 de mayo de 1998, el agente Dale Claxton de la policía de Cortez, Colorado, dio el alto a un camión cisterna robado. Los tres hombres que iban en él lo abatieron con una descarga de armas automáticas. Durante la persecución subsiguiente fueron heridos tres agentes más, uno de los fugitivos se suicidó y los dos supervivientes desaparecieron en las agrestes extensiones deshabitadas de las montañas, los oteros y los cañones de la frontera entre Utah y California. El Departamento Federal de Investigación (FBI) se hizo cargo de la operación de busca y captura. Rápidamente se reunieron más de quinientos hombres provenientes de, al menos, veinte organismos federales, estatales y tribales, además de los cazadores de recompensas atraídos por los doscientos cincuenta mil dólares que el gobierno ofreció por los fugitivos.
Según palabras textuales de Leonard Butler, el astuto jefe de la policía tribal navaja, la persecución «se convirtió en un circo». Las personas que veían a los fugitivos en algún lugar enviaban informes al coordinador de la operación, pero dichos informes no llegaban a las patrullas de búsqueda. Por otra parte, las diferentes patrullas se seguían la pista unas a otras y no podían comunicarse entre sí por carecer de frecuencias de radio compatibles; la policía local, que conocía la región, permanecía inmovilizada en los controles de carretera, mientras que los agentes llegados de las ciudades se perdían recorriendo los cañones, lugares para ellos desconocidos. Se evacuó la población de Bluff, se incendió la maleza de la vega del río San Juan para obligar a salir a los fugitivos y la persecución se prolongó hasta el verano. En julio, corrió la voz de que el FBI daba por muertos a los fugitivos (de risa, seguramente, según comentó un amigo mío de la policía). En agosto, sólo los rastreadores de la policía navaja seguían buscándolos.
En el momento de escribir esta novela (julio de 1999), los fugitivos siguen en libertad; sin embargo, la persecución de 1998 existe en este libro únicamente como recuerdo ficticio de personajes ficticios.
Los personajes de este libro son imaginarios, a excepción de Patti (P. J.) Collins y el equipo de reconocimiento de la Environmental Protection Agency (organismo oficial de protección del entorno). Doy las gracias a la señora Collins por la información que me facilitó sobre el trabajo de trazado de mapas de zonas radiactivas, y a P. J. y a la tripulación del helicóptero por llevarse a Chee a sobrevolar el cañón del Gothic.
Capítulo 1
Teddy Bai, el ayudante del sheriff, llevaba unos tres minutos apoyado en el quicio de la puerta contemplando la noche, cuando se dio cuenta de que Cap Stoner lo observaba.
– Aquí se respira mejor -comentó-. Ahí dentro no hay más que humo de tabaco.
– Esta noche tienes los nervios de punta -dijo Cap, y se acercó a la puerta hasta situarse a la altura de Bai-. Se supone que los jóvenes solteros no tenéis preocupaciones.
– No las tengo -contestó Teddy.
– Salvo seguir soltero, a lo mejor -dijo Cap-; he ahí la cuestión.
– No, a mí eso no me preocupa -replicó Teddy, y miró a Cap para ver si adivinaba algo en la expresión del viejo; pero Cap estaba mirando el aparcamiento del casino de la tribu ute y sólo se le veía el lado izquierdo de la cara, con su pegote de bigote blanco, el pelo corto y canoso y la marca de la cicatriz que le cruzaba el pómulo desde el día en que, como él mismo contaba, una mujer a la que había detenido por conducir en estado de embriaguez sacó una pistola del bolso y le disparó. De eso hacía ya unos cuarenta años, cuando Stoner llevaba sólo dos en la policía estatal de Nuevo México y todavía no había aprendido que, para sobrevivir, había que ser escéptico con todos los seres humanos. Ahora, Stoner era un capitán retirado y, para engrosar un poco la paga de la jubilación, trabajaba en el casino de Ute Sur como director de un servicio de seguridad que empleaba a policías dispuestos a hacer horas extraordinarias… actividad a la que Teddy dedicaba sus noches libres.
– ¿Qué le dijiste a aquel borracho pelmazo de la mesa de blackjack?
– Lo de siempre, nada más -contestó Teddy-, que se tranquilizara o tendría que largarse.
Cap no añadió ningún comentario y siguió contemplando la noche.
– He visto unos relámpagos -dijo, señalando con el dedo-. Muy lejos. Debe de ser más allá de Utah. Es la época.
– Sí -dijo Teddy, con ganas de que Cap se marchara.
– Se acercan los monzones -dijo Cap-. Estamos a día trece, ¿no? Me sorprende que haya salido tanta gente a probar suerte un viernes trece.
Teddy asintió con un gesto de la cabeza para no alargar más la conversación, pero Cap tenía cuerda para rato.
– Aunque, claro, es día de paga y tienen que pulirse todo el dinero del sobre. -Cap miró el reloj-. Las tres treinta y tres -dijo-; es casi la hora de que llegue el furgón a llevarse la recaudación al banco.
Entonces, Teddy pensó que ya pasaban unos minutos de la hora en que tenía que haber entrado un pequeño Ford Escort azul en el aparcamiento oeste.
– Bien -dijo-, voy a echar un vistazo por los aparcamientos, a ver si ahuyento a los ladrones.
Teddy no encontró ni ladrones ni el pequeño Escort azul en el aparcamiento oeste. Cuando volvió a mirar hacia la puerta de entrada del personal del casino, Cap ya no estaba. Unos minutos de retraso; podía haber mil razones para retrasarse unos minutos, no tenía importancia. Aspiró con fruición el aire limpio y el frescor del campo antes del amanecer y contempló los esporádicos relámpagos que caían en las montañas. Se alejó de la zona iluminada para contrastar sus recuerdos del panorama estelar veraniego. Casi todas las constelaciones se encontraban donde recordaba que debían estar. Sabía sus nombres en inglés y su abuela le había enseñado también unos cuantos nombres en navajo, pero a su abuelo kiowa comanche sólo había logrado sacarle un par de nombres de constelaciones. Era el momento que su abuela llamaba «la hora de la profunda oscuridad», aunque la luna tardía producía un débil reflejo que perfilaba la silueta del monte Ute Durmiente. Oyó risas en alguna parte. Una portezuela de coche se cerró de golpe; después, otra. Dos vehículos abandonaron el aparcamiento este en dirección a la salida. Los coyotes empezaron a intercambiar aullidos, unos cortos y otros prolongados, entre los pinos piñoneros de las colinas de detrás del casino. De la carretera llegó el ruido de un motor que reducía la marcha. Una camioneta entró en el aparcamiento reservado a los empleados, aparcó y se empezó a oír ruido de descarga.
Teddy apretó el botón que iluminaba la esfera de su Timex. Las 3.46. El retraso del pequeño automóvil azul empezaba a preocuparle un poco. Un hombre con mono de trabajo salió a la luz cargado con una escalera extensible. La apoyó en la pared del casino y subió por ella hasta el tejado.
– Pero ¿qué demonios hace este tipo? -dijo Teddy a media voz. Probablemente sea un electricista. Se habrá estropeado el aire acondicionado-. ¡Oiga! -gritó, y se puso en camino hacia la escalera. Otra camioneta llegó al aparcamiento de empleados, un trasto con una cabina enorme. Se abrieron las portezuelas, salieron dos hombres que parecían soldados de la guardia nacional vestidos con uniforme de faena. ¿Qué transportaban? Se dirigieron a paso ligero hacia la entrada de personal, pero la puerta carecía de pomo exterior. Era el cuarto de contabilidad, que sólo podía abrirse desde dentro, y sólo gente tan importante como Cap Stoner.
Stoner salió por la puerta lateral en ese momento. Señaló hacia el tejado y gritó:
– ¿Quién anda ahí arriba? ¿Qué demonios…?
– ¡Oiga! -gritó Teddy, que se puso a correr hacia los dos hombres al tiempo que abría la funda de la pistola-. ¿Qué…?
Los dos hombres se detuvieron. Teddy vio el fogonazo de dos cañones y vio a Stoner, que caía de espaldas desplomándose en el pavimento. Los hombres se volvieron hacia él apuntando con las armas. Teddy todavía intentaba sacar el revólver cuando le alcanzó el primer tiro.
Capítulo 2
El sargento Jim Chee de la policía tribal navaja se encontraba sumamente a gusto. Acababa de regresar de unas vacaciones de diecisiete días. Afortunadamente, le habían devuelto a Shiprock, su territorio de siempre, tras cumplir una misión en calidad de lugarteniente en Tuba City, y todavía le quedaban cinco días libres antes de incorporarse al trabajo. Un resto de guiso de cordero que había sacado de la pequeña nevera burbujeaba alegremente en el hornillo de propano. La cafetera humeaba y exhalaba un aroma tan delicioso como el del guiso. Y lo mejor de todo era que, cuando volviera a presentarse al trabajo, no tendría ni un solo papel esperándole.
Mientras se llenaba el plato y se servía café, lo que oyó en las noticias de primera hora de la mañana le hizo sentirse mejor aún. Se le borró el temor -el puro miedo- de verse implicado otra vez en una persecución en campo abierto dirigida por el FBI. El reportero informaba «en directo» desde los juzgados federales de que los maleantes que habían asaltado el casino de la reserva Ute Sur, más o menos coincidiendo con la salida de Chee de Fairbanks, se encontraban en esos momentos «probablemente a varios cientos de kilómetros».
Es decir, lo bastante lejos del territorio Four Corners de Shiprock, demasiado lejos para que le concerniera.
La teoría del delito elaborada por el FBI, tal como informaba el atractivo periodista en ese momento, era la siguiente: «Según fuentes implicadas en la persecución, los tres bandidos robaron un pequeño aparato aéreo de un solo motor en un rancho al sur del río Montezuma, en Utah. Se está haciendo todo lo posible por encontrar el rastro del aeroplano, y las autoridades federales solicitan que todas las personas que hayan visto dicho aparato ayer o esta mañana informen al FBI».
Chee probó el guiso, tomó un sorbo de café y se quedó escuchando la descripción del aeroplano que daba el reportero: un viejo monoplano azul oscuro de un solo motor y alas altas, de los que usaba el ejército de los Estados Unidos para los reconocimientos del terreno y la localización de artillería, en Corea y en los primeros tiempos de la guerra del Vietnam. Las fuentes a las que se refería parecían indicar que los ladrones habían robado el aeroplano del hangar de un rancho para abandonar la zona.
A Chee le parecía perfecto. Cuanto más lejos, mejor. Canadá estaría bien, o México, cualquier lugar menos Four Corners. En la primavera de 1998 había participado en una persecución agotadora y decepcionante dirigida por el FBI para localizar a los dos asesinos de un policía. En los momentos más caóticos, los agentes de más de veinte organismos federales, estatales y de reservas infestaron la zona durante varias semanas sin que se produjera ningún arresto, hasta que el FBI decidió cerrar la operación y declarar «probablemente muertos» a los fugitivos. No era una experiencia que Chee deseara repetir.
La trampilla que había abierto en la parte inferior de la puerta de la caravana hizo un ruido a su espalda sobre las bisagras de goma, lo cual significaba que el gato venía a visitarlo a una hora inusitadamente temprana. Lo que a Chee le hacía pensar que un coyote que rondaba por las cercanías había puesto nervioso al gato o que llegaban visitas. Chee se quedó escuchando. Por encima del ruido del televisor, que en esos momentos anunciaba un servicio de telefonía móvil, pudo oír unas ruedas chirriar en el sendero que conectaba su casa, situada bajo, los campos de algodón del río San Juan, con la carretera de Shiprock a Cortez, que pasaba por encima.
¿Quién sería? Quizá Cowboy Dashee, aunque no era el día que solía librar de su trabajo de ayudante del sheriff. Chee tomó otro bocado de guiso, se acercó a la puerta y descorrió la cortina. Una camioneta Ford 150 bastante nueva se detenía en ese momento bajo el árbol más cercano. La agente Bernadette Manuelito estaba sentada al volante, mirando al frente, esperando, al estilo navajo, a que él se apercibiera de su llegada.
Chee suspiró. No estaba preparado para Bernie. Bernie representaba algo a lo que tendría que enfrentarse tarde o temprano, pero prefería que fuera tarde. Según las habladurías que corrían entre los policías, Bernie estaba chiflada por él. Probablemente fuera cierto, pero no quería pensarlo en esos momentos, necesitaba un poco de tiempo, tiempo para acostumbrarse a la alegría de haber sido rebajado de lugarteniente a sargento, tiempo para asimilar que por fin había quemado el puente en cuyo extremo opuesto se encontraba Janet Pete: seductora, inteligente, chic, dulce y traidora. No estaba preparado para enfrentarse a otro problema, pero abrió la puerta.
La agente Manuelito salió de la camioneta, pero no debía de estar de servicio porque vestía pantalones vaqueros, botas, camisa roja y una gorra del equipo de béisbol de los Cleveland Indians. En conjunto resultaba pequeña, bonita y ligeramente descuidada, tal como la recordaba. Pero estaba triste. Hasta su sonrisa tenía un matiz sombrío. En vez de saludarla con la broma que tenía preparada para ella, Chee se limitó a invitarla a entrar señalando con un gesto la silla que había junto a la mesa. Él tomó asiento en el borde del catre y se quedó a la espera.
– Bienvenido a Shiprock otra vez -dijo Bernie.
– Me alegro mucho de haber escapado de Tuba -contestó Chee-. ¿Qué tal está tu madre?
– Más o menos igual -contestó Bernie.
El invierno anterior, su madre se vio atrapada en las oscuras tinieblas del Alzheimer, lo que hizo que la agente Manuelito decidiera trasladarse a Shiprock, donde podía cuidarla mejor. El traslado de Chee se produjo a finales de verano, al ser rebajado de nuevo de lugarteniente en funciones a sargento. En la sección de Tuba City no necesitaban más sargentos, pero en Shiprock sí.
– Qué enfermedad tan terrible -comentó Chee.
Bernie asintió, lo miró y luego desvió la mirada.
– Según me han dicho, estuviste en Alaska -dijo al cabo de un rato-. ¿Qué tal es aquello?
– Impresionante. Recorrí toda la costa en barco.
Bernie no había ido a verle para hablar de sus vacaciones, de modo que volvió a quedarse a la espera.
– No sé cómo hacerlo -dijo ella, mirándolo de soslayo.
– ¿A qué te refieres? -preguntó Chee.
– No tienes nada que ver con el asunto del casino, ¿verdad?
– No -contestó Chee, barruntando algún problema.
– De todos modos, necesito consejo.
– Lo mejor es entregarse. Devuelve el dinero, haz una confesión completa y…
Chee dejó la frase inacabada, pensando en que ojalá hubiera mantenido la boca cerrada. Bernie lo miraba con una expresión que indicaba claramente que no era momento para chistes malos.
– ¿Conoces a Teddy Bai?
– ¿Bai? ¿El empleado de seguridad al que hirieron en el atraco al casino?
– Teddy es ayudante del sheriff del condado de Montezuma -replicó Bernie con frialdad-. Lo de seguridad en el casino es sólo un trabajo ocasional por horas. Sólo quería ganar un poco más.
– No pretendía… -empezó Chee, pero no terminó. Cuanto menos hablara, mejor, hasta saber de qué trataba el asunto. De modo que dijo-: No lo conozco. -Y, esperó.
– Está en el hospital de Farmington -dijo Bernie-, en cuidados intensivos. Recibió tres disparos, uno le atravesó un pulmón, otro el estómago y el tercero, el hombro.
Estaba claro que Bernie conocía muy bien a Bai. Personalmente, lo único que él sabía del caso era lo que había leído en la prensa, pero allí no se hablaba de esos pormenores.
– Bueno, el hospital de San Juan tiene buena reputación. Supongo que poco a poco…
– Creen que está implicado en el robo -dijo Bernie-. Es decir, así lo cree el FBI. Le han puesto vigilancia en la puerta.
– ¿Ah, sí? -dijo Chee, y esperó de nuevo.
Si Bernie sabía por qué el FBI sospechaba eso, se lo diría enseguida. Lo único que sabía, por lo que había leído y oído, era que los bandidos habían matado al jefe de seguridad del casino y herido gravemente a un guardia. Y que luego, durante la huida, habían disparado a un agente en la carretera de Utah que les dio el alto por exceso de velocidad.
– No tiene sentido -dijo Bernie, al borde de las lágrimas.
– No parece tenerlo. ¿Por qué iban a disparar contra uno de los suyos?
– Creen que Teddy era el infiltrado -dijo Bernie-, y que los ladrones le dispararon porque los conocía y no confiaban en él.
Chee asintió en silencio. No había necesidad de preguntar a Bernie cómo estaba al corriente de información tan confidencial. Aunque el caso no fuera suyo, era policía y, si de verdad quería enterarse de algo, sabía a quién acudir.
– No parece muy convincente -dijo Chee-. También dispararon a Cap Stoner, él era el jefe de seguridad del casino. ¿No tendrían que haber sospechado antes que era Stoner el infiltrado?
Se levantó, llenó una taza de café y se la ofreció a Bernie, dándole así un poco de tiempo para pensar en la respuesta.
– Todo el mundo apreciaba a Stoner -dijo-, al menos los veteranos. Y Teddy ya había tenido algún problema anteriormente. Cuando era sólo un muchacho, lo detuvieron por tomar prestado un camión.
– Bueno, eso no es grave -dijo Chee-, y además, el condado no le rechazó como ayudante del sheriff.
– No fue más que una cosa de chiquillos -dijo Bernie.
– Menos convincente aún, en tal caso. ¿Tienen algo más contra él?
– En realidad, no -dijo ella.
Chee esperó; la expresión de Bernie le indicaba que estaba a punto de decirle algo peor. O quizá no. Tal vez no se lo dijera.
Bernie suspiró.
– Algunos testigos del casino dijeron que aquella noche se comportaba de forma extraña, que estaba nervioso. En lugar de vigilar dentro del local, no paraba de salir al aparcamiento. Cuando terminó su turno, se quedó por allí; le dijo a un encargado de la limpieza que estaba esperando a que vinieran a buscarlo.
– De acuerdo -contestó Chee-, ya lo entiendo; creen que estaba esperando la llegada de los ladrones, por si necesitaban ayuda.
– Pero no es así. Estaba esperando a otra persona.
– Entonces, no hay problema. En cuanto se recupere lo suficiente como para hablar, les cuenta a los federales a quién esperaba; luego, ellos lo confirman y se acabaron los motivos para retenerlo -dijo Chee, pensando que, seguramente, habría algo más.
– No creo que lo cuente -replicó Bernie.
– ¡Ah! ¿Quieres decir, que estaba esperando a una mujer? -No ahondó más; no le preguntó por qué sabía tanto ni por qué no se lo había contado al FBI, ni tampoco por qué había ido allí a contárselo a él.
– No sé qué debo hacer -dijo Bernie.
– Nada, seguramente -contestó Chee-, porque si dices algo, querrán saber de dónde sacaste la información, y después hablarían con su mujer y el matrimonio se echaría a perder.
– No está casado.
Chee asintió, pensando en las razones que podían llevar a un tipo a no querer que todo el mundo se enterase de que una mujer iba a recogerlo a las cuatro de la madrugada. Simplemente, no se le ocurría ninguna válida en ese instante.
– Querrán sacarle el nombre de los ladrones -dijo Bernie-; encontrarán la forma de retenerlo hasta que hable. Pero él no sabe quiénes son, así que le acusarán de cualquier cosa para retenerlo.
– Acabo de llegar de Alaska-dijo Chee-, de modo que no sé nada de todo esto, pero supongo que, a estas alturas, ya tendrán una idea clara de a quién buscan.
– No -replicó Bernie, meneando la cabeza-, no lo creo. Tengo entendido que van algo perdidos. Al principio, hablaban de militantes de grupos de derechas, una cuestión política. Pero ahora, según me han dicho, no tienen pistas.
Chee asintió. Eso explicaba por qué el FBI había anunciado con tanta prisa el asunto del aeroplano; era una forma de dar un respiro al agente encargado de la zona.
– ¿Estás segura de que Bai esperaba a una mujer? ¿Sabes quién era?
Bernie titubeó.
– Sí.
– ¿No puedes informar a los federales?
– Supongo que sí; informaré si es necesario. -Posó la taza de café en la mesa sin haberlo probado-. ¿Sabes lo que estaba pensando? Que tú trabajaste aquí mucho tiempo, antes de que te mandaran a Tuba City, y conoces a mucha gente. Si el FBI cree que ya tiene al infiltrado, no buscarán al auténtico, y, creo que si hay alguien capaz de descubrir al verdadero hombre del interior del casino, ése eres tú.
Chee vaciló. Tomó un sorbo de café y trató de clarificar la mezcla de reacciones que le producía todo aquello. La confianza que Bernie depositaba en él era halagadora, aunque insensata. ¿Por qué le decepcionaba la idea de que Bernie tuviera una aventura con ese guardia de seguridad por horas? Tendría que sentir alivio y, sin embargo, aquello le producía un sentimiento de vacío y abandono.
– Indagaré un poco -contestó Chee.
Capítulo 3
El único cliente que había en la taberna navaja de Window Rock se encontraba en un rincón, sentado a una mesa ante un vaso de leche. Llevaba un desaliñado Stetson gris de fieltro y estaba leyendo el Gallup Independent. Joe Leaphorn se quedó de pie un momento en la entrada observándolo: Roy Gershwin, mucho más envejecido, curtido y agotado de lo que recordaba. Pero hacía años que no le veía: desde que le ayudara a detener a un guardabosque del servicio forestal que se dedicaba a engrosar sus ingresos extrayendo objetos de las tumbas anasazis, en unos pastos federales arrendados por el propio Gershwin. De eso hacía al menos seis años, más o menos cuando Leaphorn empezaba a pensar en retirarse. Pero se conocían de mucho antes, de los años de novato de Leaphorn, de un verano en que había detenido a un asalariado de Gershwin por una denuncia de violación: un mal comienzo con final feliz. Aquélla fue la primera vez que oyó la voz de Gershwin, grave, ronca y cascada de tanto whisky, una voz furiosa que le decía que había arrestado a un inocente. Por la mañana, cuando contestó al teléfono, reconoció esa curiosa voz al instante.
– Lugarteniente Leaphorn -le había dicho por teléfono-, tengo entendido que ya se ha retirado; ¿es eso cierto? En tal caso, supongo que le importuno.
– Señor Gershwin -contestó Leaphorn-, ahora no soy más que señor Leaphorn, y me alegro de hablar con usted. -Se sorprendió al oírse decir esas palabras.
Eran los efectos de la jubilación y de lo que quedaba por delante. Ese viejo ranchero nunca había sido amigo suyo; en realidad, no era más que una entre las miles de personas con las que había tratado a lo largo de toda una vida de policía. Sin embargo, ahí estaba, contento de que el teléfono hubiera sonado, contento de tener a alguien con quien hablar.
Pero Gershwin había dejado de hablar y siguió un largo silencio. Luego, le oyó aclararse la voz y decir:
– Me temo que lo que voy a decirle no será ninguna novedad. Resulta que tengo un problema, aunque supongo que, siendo policía, ya habrá oído esta frase infinidad de veces.
– Son gajes del oficio -contestó Leaphorn.
Dos años antes, habría protestado por semejante llamada. Ahora no. Consecuencias de la soledad.
– Bien -dijo Gershwin-, tengo un problema que no sé cómo resolver y me gustaría contárselo.
– Oigámoslo.
– No es adecuado tratarlo por teléfono -replicó Gershwin.
Así pues, se citaron a las tres en la taberna navaja. Faltaban tres minutos para la hora convenida. Gershwin levantó la cabeza, vio acercarse a Leaphorn y se puso de pie para indicarle que se sentara en una silla frente a él.
– Cuánto me alegro de que haya venido -dijo-. Temía que quizá dijera que ya estaba retirado y que fuera a molestar a otro.
– Estaré encantado de ayudarle en lo que pueda -contestó Leaphorn.
Desempolvaron las formalidades sociales de rigor más rápidamente de lo normal hablando del seco y frío invierno, de los malos pastos, del peligro de incendios forestales, de que, según la predicción del tiempo de la víspera, parecía que la estación de los monzones estaba a punto de empezar y, por fin, fueron al grano.
– Y ¿qué es lo que le trae por Window Rock?
– Ayer oí en la radio que el FBI se ha armado un buen lío con el asunto del atraco al casino ute. ¿Sabe algo sobre ello?
– Últimamente, no estoy al tanto de los asuntos delictivos. No sé nada del caso, aunque no sería la primera vez que una investigación se fuera al garete.
– En la radio dijeron que están buscando un maldito aeroplano -dijo Gershwin-. Ninguno de esos tipos sería capaz de hacer volar nada más complicado que una cometa.
Leaphorn enarcó las cejas. Aquello se ponía interesante. Lo último que había oído era que los que se ocupaban de la investigación todavía no habían identificado a los autores. Sin embargo, Gershwin había ido hasta allí a contarle algo. Le dejaría hablar.
– ¿Quiere tomar algo? -Gershwin hizo una seña al camarero-. Qué lástima que ustedes no puedan beber alcohol. ¿Quiere una cerveza sin?
– Prefiero café.
El camarero se lo sirvió. Leaphorn lo probó y Gershwin probó la leche.
– Yo conocía a Cap Stoner -dijo-. No debería quedar impune su muerte. Es peligroso que gente así ande suelta por los alrededores.
Gershwin esperó una respuesta y Leaphorn asintió con un gesto de la cabeza.
– Sobre todo los dos más jóvenes. Están medio locos.
– Parece que los conoce.
– Bastante bien.
– ¿Ha informado al FBI?
Gershwin miró atentamente el vaso de leche otra vez y lo encontró medio vacío. Lo agitó. Tenía la cara larga y estrecha, cubierta de arrugas y quemaduras solares que reflejaban fielmente sus setenta años de aire seco, tormentas de arena y sol abrasador. Apartó la brillante mirada azul de la leche para mirar a Leaphorn.
– Eso supone un inconveniente -dijo-; si informo al FBI, antes o después todo el mundo lo sabrá; antes, casi siempre. Empezarían a presentarse en el rancho para hablar conmigo o me llamarían. Tengo una estación de radiotelefonía, y ya sabe lo que pasa, todo el mundo escucha. Es peor que las antiguas líneas colectivas.
Leaphorn asintió. La comunidad más cercana al rancho de Gershwin sería la del río Montezuma, o quizá Bluff, si la memoria no le fallaba. Un sitio donde la visita de unos agentes del FBI bien trajeados no pasaría desapercibida y daría mucho que hablar.
– ¿Se acuerda de aquel asunto de la primavera del noventa y ocho? Al final, los federales declararon que los tipos que andaban buscando habían muerto. Pero todos los que colaboraron con la policía y los delataron, desde entonces cierran la puerta a cal y canto y duermen con las armas cargadas y los perros de vigilancia fuera de casa.
– ¿No dijo el FBI que los de mil novecientos noventa y ocho eran de la secta supervivalista? ¿Ahora vuelven a ser ellos?
Gershwin se rió.
– No si los federales dieron con los nombres correctos la vez anterior.
– Voy a saltarme un par de preguntas -dijo Leaphorn-; usted dígame si me equivoco. Quiere que el FBI atrape a esos tipos, pero si no lo consigue, no quiere que la gente se entere de que el soplón ha sido usted. Por eso va a pedirme que transmita la…
– Los encuentren o no -dijo Gershwin-, tienen muchos amigos.
– El FBI dijo que los bandidos del noventa y ocho formaban parte de una organización supervivalista. ¿Es eso lo que me quiere decir de ellos?
– Creo que se hacen llamar Rights Militia. Hacen que se cumpla la declaración de derechos, mantienen a raya a los del servicio forestal, a los del departamento de administración territorial y a los de servicios del parque, y así la gente va sobreviviendo.
– Quiere decirme los nombres y que yo los haga llegar a los federales. ¿Y qué se supone que debo hacer cuando los federales me pregunten de dónde los he sacado?
Gershwin le sonreía.
– Se ha equivocado en un detalle -dijo-. Tengo los nombres en este papel. Voy a pedirle que me dé su palabra de honor de que me dejará al margen del asunto. Si no acepta, no le daré el papel. Si me lo promete y nos damos la mano para cerrar el acuerdo, dejaré los nombres sobre de la mesa y usted los cogerá si quiere.
– ¿Cree que puede confiar en mí?
– No tengo la menor duda -dijo Gershwin-. No sería la primera vez, ¿lo recuerda? Y conozco a unos cuantos que también confiaron en usted.
– ¿Por qué quiere que los detengan? ¿Para vengar a Cap Stoner, nada más?
– En parte sí -contestó Gershwin-, pero esos tipos dan miedo, al menos algunos. Tuve algo que ver con ese grupo político cuando empezó, pero después llevaron las cosas al extremo.
Gershwin casi se había terminado la leche y dejó el vaso en la mesa.
– Los cabrones del servicio forestal se creían que los montes eran de su propiedad -dijo-. Pasamos ahí toda nuestra vida, y de pronto, no podíamos pastar, ni cortar leña ni cazar el alce. Y los burócratas de la administración territorial eran peores todavía. Nosotros éramos los siervos y ellos, los señores. Sólo pretendíamos hacer llegar nuestra voz al Congreso, que un representante nuestro recordase a los burócratas quién les pagaba el salario. Entonces intervinieron los locos. Los de Salvad la Tierra querían volar los puentes que utilizaban los leñadores y cosas así. Luego aparecieron los de la New Age, los supervivalistas y los del Fin del Gobierno Mundial. Así que me retiré.
– ¿Así pues, los del atraco al casino pertenecen a esos grupos? ¿Fue una acción política?
– Tengo entendido que era para financiar la causa, pero creo que algunos necesitaban dinero para comer -dijo Gershwin-. Supongo que puede considerarse una acción política, cuando no se tiene trabajo. Pero es posible que quisieran comprar armas, municiones, explosivos y demás. Al menos, eso es lo que dice la gente que conozco del grupo. Necesitan dinero para armarse contra el gobierno federal.
Gershwin apuró la leche, se levantó y sacó un trozo doblado de papel del bolsillo de la camisa.
– Ahí lo tiene, Joe. ¿Puedo dejárselo con tranquilidad? ¿Puede prometerme que no me denunciará?
Leaphorn ya lo había pensado. Podría informar de la conversación al FBI. Ellos irían a interrogar a Gershwin, él lo negaría todo y así no se conseguiría nada.
– Déjelo -contestó Leaphorn.
Gershwin lo dejó caer encima de la mesa, puso un dólar al lado del vaso de leche y salió cruzándose con el camarero, que volvía a llenar la taza a Leaphorn.
El lugarteniente retirado tomó un sorbo, recogió el papel y lo desdobló. Había tres nombres, cada uno seguido por una breve descripción. Los dos primeros, Buddy Baker y George Ironhand, no le decían nada. Se quedó mirando el tercero: Everett Jorie; le sonaba.
Capítulo 4
El capitán Largo levantó la vista del diario, miró por encima de las gafas al sargento Chee y dijo:
– Te has adelantado un poco, ¿no? ¿Se te ha roto el calendario?
– Capitán, olvida decir «Bienvenido a casa, me alegro de verte otra vez por aquí. Siéntate y ponte cómodo».
Largo sonrió y señaló una silla frente a su mesa con un gesto.
– Casi me da miedo preguntar, pero ¿por qué tienes tantas ganas de reincorporarte al trabajo?
Chee se sentó.
– Pensé que estaría bien aclimatarme poco a poco mientras averiguo lo que me he perdido. ¿Cómo ha conseguido librarse de arrastrarnos a otra gran persecución, para ejercer de batidores de matojos para los federales?
– Gracias a la intervención del aeroplano, ¡menudo alivio! -dijo Largo-. Aunque por otra parte, es irritante ver que matan a un policía a tiros y se salen con la suya. Otro mal ejemplo, como el fiasco del verano del noventa y ocho. ¿Café? Ve a buscar una taza y después hablamos. Quiero que me cuentes cosas de Alaska, no sin antes explicarme qué te trae por aquí.
Chee volvió con el café. Tomó un sorbo, se sentó y esperó. Largo esperó más que él.
– De acuerdo -dijo Chee-. Cuénteme lo del atraco al casino. Sólo sé lo que he leído en los periódicos.
Largo se reclinó en la silla y cruzó los brazos sobre su generoso estómago.
– Poco antes de las cuatro de la madrugada del sábado, una camioneta llega al aparcamiento del casino. Se apea un tipo, saca una escalera, se sube al tejado y corta los cables de la electricidad, los del teléfono, todo. Mientras tanto, llega otra camioneta y se apean dos tipos con uniforme de camuflaje. Un ayudante del sheriff del condado de Montezuma llamado Bai se encuentra allí. Entonces sale corriendo el capitán Cap Stoner y los disparan a ambos. ¿Te acuerdas de Stoner? Fue capitán en la policía estatal de Nuevo México, trabajaba fuera de Gallup, un hombre íntegro. Después, los dos tipos entran en el cuarto del cajero. La recaudación ya está preparada en sacos, lista para el furgón del Brinks. Obligan a todo el mundo a tumbarse en el suelo, salen con los sacos del dinero y se largan. Por lo visto, se dirigieron hacia el oeste, hacia Utah, porque, cuando empezaba a amanecer, un agente de la carretera de Utah intentó detener una furgoneta por exceso de velocidad en la 262, al oeste de Aneth, y le agujerearon el radiador a tiros. Según el informe de Utah, con munición de gran potencia.
Largo hizo una pausa y levantó su corpachón de la silla giratoria con un gruñido.
– Yo también necesito un poco de café -dijo, y se dirigió a la máquina dispensadora del despacho de enfrente.
«No está mal volver al trabajo con Largo», pensó Chee. Largo había sido su jefe su primer año; era un cascarrabias, pero conocía el oficio. Poco después, Largo entró por la puerta con la taza, hablando.
– Cuando cortaron la luz, los jugadores asustados se dispersaron buscando la forma de salir del casino, o de llevarse algunas fichas o lo que demonios se haga cuando hay un apagón en la mesa de los dados. El caso es que pasó un buen rato hasta que se enteraron de lo que ocurría y dieron la voz de alarma. -Largo volvió a ocupar su silla-. Cuando amaneció, había controles hasta en el último camino transitable, pero los ladrones llevaban mucha ventaja. Después, hacia las nueve y media, corrió la voz de que habían disparado a un agente de Utah desde una camioneta, y eso desvió el rastreo hacia el oeste. Al día siguiente, una pareja de ayudantes del sheriff encontró una furgoneta averiada abandonada en la frontera de Arizona con Utah, al sur de Bluff, y la descripción encajaba.
– ¿No encontraron huellas? ¿A qué habían salido? ¿A estirar las piernas, a cambiar de vehículo?
– Encontraron huellas de dos personas alrededor, pero entonces llegaron los federales con sus helicópteros. -Largo hizo una pausa y movió las manos imitando los rotores de un helicóptero-. Y lo barrieron todo.
– Les cuesta aprender -comentó Chee-. De esa misma forma barrieron todas las huellas que habíamos encontrado en el río San Juan, cuando investigábamos aquel asunto tan gordo del noventa y ocho.
– No sería mala idea proponer a la administración de la aviación federal que prohibiera mover esos trastos durante las persecuciones -dijo Largo.
– ¿Tienen alguna pista? ¿Encontraron huellas en el casino?
Largo negó con la cabeza, tomó un sorbo de café y se encogió de hombros.
– Parecía que iba a ser la segunda versión del número de 1998. Los federales montaron un puesto de mando, pusieron a todo el mundo en movimiento. El circo de siempre, sólo faltaba el número de los elefantes, porque el cupo de payasos ya estaba cubierto.
Chee sonrió.
– Te habría encantado volver en ese momento y encontrarte con todo el pastel.
– Me habría marchado otra vez a Alaska inmediatamente -replicó Chee-. ¿Cómo averiguaron los federales lo del aeroplano?
– El propietario informó de que se lo habían robado. Dijo que había ido a Denver y que, al volver a casa, advirtió que habían entrado en el cobertizo y que el avión había desaparecido.
– ¿Cerca del lugar donde abandonaron la camioneta?
– Aproximadamente un par de kilómetros, creo -dijo Largo-, tres, tal vez.
Chee se quedó pensando, mientras Largo le observaba.
– Estás pensando que debía de gustarles andar.
– Sí, por un lado -dijo Chee-, pero a lo mejor querían esconder el vehículo. O, si lo encontraban, que estuviera suficientemente lejos del cobertizo como para que no lo relacionaran.
– Ajá -dijo Largo sorbiendo el café-. Según el FBI, la camioneta estaba estropeada.
– Por esa zona no es difícil pinchar o cargarse el cárter contra las piedras, si uno quiere -dijo Chee.
Largo asintió.
– Recuerdo que allá, en Tuba City, te ocurrió lo mismo con un par de nuestras unidades, y dijiste que ni siquiera te habías enterado.
Chee no hizo ningún comentario.
– En fin -dijo-; espero que el avión tuviera combustible suficiente para permitirles salir de nuestra jurisdicción.
– El depósito estaba lleno, según dijo el propietario.
– Da que pensar, ¿verdad? -dijo Chee-, que todo les saliera tan a pedir de boca, antes y después del golpe.
Largo asintió.
– Si el asunto todavía estuviera bajo mi responsabilidad, ya habría tomado las huellas dactilares al ranchero y comprobado sus antecedentes y sus posibles relaciones con los supervivalistas, el Frente de Liberación de la Tierra, o los amantes de los árboles o los de la milicia.
– Supongo que el FBI ya lo habrá hecho. Precisamente, ésa es la parte que mejor saben hacer -dijo Chee-. Y ¿qué hay del casino? ¿Qué se dice por ahí?
– Creen que el guardia de seguridad formaba parte de la banda, que fue quien los puso al corriente de la hora en que se guardaba el dinero en sacos para el furgón del Brinks, de los cables que había que cortar, de los agentes de seguridad que libraban aquella noche y demás datos.
– ¿Hay pruebas?
– No gran cosa, que yo sepa -dijo Largo encogiéndose de hombros-. Ese tal Teddy Bai, que se encuentra en el hospital bajo vigilancia, tenía antecedentes juveniles. Algunos testigos dijeron que esa noche estaba nervioso y que rondaba por el aparcamiento cuando debería haber estado vigilando a los borrachos de dentro.
– No es mucho -dijo Chee.
– Supongo que tendrán algo más -dijo Largo-. Ya sabes cómo son. Los federales no nos cuentan nada a los locales, a no ser que no tengan otro remedio. Creen que nos dedicaríamos a largarlo todo y que echaríamos a perder la investigación.
– ¡Cómo! ¿Largar, nosotros? -dijo Chee riéndose.
También Largo sonreía.
– ¿Han encontrado algún vínculo entre Bai y alguno de los sospechosos?
Largo se rió.
– Por lo visto, el aire frío de Alaska te ha convertido en un optimista. Ni el menor indicio, que yo sepa. Se decía que lo había hecho uno de la milicia porque necesitaba dinero para volar algún objetivo, o a lo mejor era del Frente de Liberación de la Tierra, pero, que yo sepa, Bai no pertenece a ninguno de ellos. Los del Frente de Liberación de la Tierra están muy tranquilos desde que incendiaron un montón de edificios en la estación de esquí de Vail. De todos modos, si saben algo, no han ido a informar a la policía tribal navaja.
– ¿Qué opina usted, capitán? ¿Radio macuto no le ha enviado ningún mensaje sobre Bai que no haya querido compartir con los federales?
Largo se quedó mirando fijamente a Chee con una expresión que indicaba que no le había gustado el tono de la pregunta; no sabía si contestarle. Pero le contestó.
– Si el ayudante del sheriff Bai está en el lado equivocado en este caso, yo no sé nada -dijo.
Capítulo 5
La agente Bernadette Manuelito no se equivocó al recordarle a Chee las muchas amistades que tenía en Shiprock; Chee aprovechó esta circunstancia. Unas palabras con un viejo sheriff subalterno del condado de San Juan, una visita a las oficinas del condado de Aztec para saludar a un antiguo amigo, un paseo por los billares y otro por el Oilmen's Bar and Grill le proporcionaron una gran cantidad de información sobre el casino Ute en general y sobre Teddy Bai en particular.
El casino salió mejor parado de lo que esperaba. Como de costumbre, se daba por hecho que las mafias debían de tener algo que ver en los intereses del casino, pero nadie podía demostrarlo. Por lo demás, aquellos que tenían motivos para saber algo más consideraban que estaba bien dirigido. Nadie sabía a ciencia cierta quién habría podido ser el infiltrado en el atraco, si Bai no lo era. Según la opinión general, Bai había sido un muchacho conflictivo, pero las opiniones se diversificaban respecto a su comportamiento posterior, aunque el consenso general lo salvaba. Se había casado con una muchacha del clan Los Opuestos se Atraen, pero el matrimonio no había durado. Un parroquiano del Oilmen's dijo que, desde el divorcio, Bai iba por allí de vez en cuando con una jovencita. ¿Quién?, preguntó Chee. El hombre no lo sabía pero la describió como «una monada del tamaño del oído de un chinche». No era la metáfora que Chee habría escogido, pero podía encajar con la agente Bernadette Manuelito.
En el Oilmen's también se enteró de que Bai había asistido a clases de vuelo.
– ¿De vuelo? -dijo Chee-. ¿En serio? ¿Dónde?
La fuente de información en este caso era una enviada de la policía del estado de Nuevo México llamada Alice Deal. Ella pospuso el mordisco que iba a dar a su hamburguesa con queso para señalar con la mano hacia el aeropuerto de Farmington, que parecía la pista de aterrizaje de un portaaviones, asentado en medio del otero que dominaba la ciudad.
En el rótulo de la entrada de Vuelos Four Corners se anunciaban vuelos charter, alquiler de aviones, taller de reparaciones, ventas, repuestos, suministros y clases de vuelo reconocidas oficialmente. Cuando Chee entró en la oficina principal, no parecía que hubiera mucho trajín en ninguna de las especialidades. La única persona que había en las instalaciones era una mujer, en el despacho del director, la cual interrumpió su conversación telefónica el tiempo suficiente para indicar a Chee por señas que entrara.
– Vaya, vaya -decía la mujer-, ésa no es forma de comportarse. Si Betty hace eso, yo no la invitaría nunca más. -Con otro gesto, le indicó a Chee que se sentara, se quedó escuchando un momento más y dijo-: Bueno, quizá tengas razón. Ha llegado un cliente, tengo que colgar. -Y colgó.
Chee se presentó y planteó el tema que le traía hasta allí.
– Bai -dijo ella-. Nos debe un par de clases. El FBI ya nos ha preguntado por él.
– ¿Podría decirme…?
– Por cierto, me pidieron el nombre de todas las personas que habían recibido clases desde hace mucho tiempo. Después volvieron otra vez para preguntar específicamente por Teddy.
– ¿Podría decirme si ya aprobó el carné de piloto?
– Lo dudo. Tendrá que preguntar a Jim Edgar -dijo-. Está ahí fuera, hablando con los del helicóptero del Ministerio de Energía y, si no está ahí, estará trabajando en el hangar.
El helicóptero era un gran Bell de color blanco, con las siglas del Ministerio de Energía. Le habían colocado unos contenedores redondos blancos del tamaño de bañeras en el tren de aterrizaje; una mujer con mono azul hacía algún ajuste técnico en uno de ellos. Aparte de la mujer, sólo había un par de hombres con monos parecidos, enfrascados en una conversación. Seguramente serían el piloto y el copiloto. Chee no logró imaginar qué podrían contener los grandes tanques, aunque lo intentó. Sin duda, ninguno de los presentes era Jim Edgar.
Encontró a Edgar en el fondo del hangar, murmurando imprecaciones y hurgando en un banco de trabajo en algo que parecía un pequeño motor eléctrico. Se detuvo a una distancia prudencial y se quedó esperando.
Edgar dejó en el banco un destornillador pequeño, se chupó el dedo que acaba de herirse y miró a Chee de arriba abajo.
Chee se explicó.
– Teddy Bai -dijo Edgar, mirándose el dedo-. Sí, ya volaba en solitario, pero todavía le faltaba mucho para sacarse el carné. Digamos que era un alumno mediocre. Ya les dije a los del FBI que si Bai hubiera tenido que pilotar ese viejo L-17, yo no habría hecho el viaje con él.
– ¿El aparato que robaron? ¿Por qué lo dice?
– Bai hacía prácticas con un Cessna nuevo. Todo era moderno: triple tren de aterrizaje, dirección asistida, instrumentos diferentes. Ese L-17 lo construyó Piper para el ejército en la Segunda Guerra Mundial. No es difícil de manejar, supongo, no sé si me entiende, pero es muy distinto del pequeño Cessna con el que estaba aprendiendo Bai.
Edgar hizo una pausa buscando la forma de explicarlo mejor.
– Por ejemplo, fue uno de los primeros aeroplanos de su clase que incorporó aletas en las alas. Pero en el L-17 no se pueden utilizar si la velocidad relativa de vuelo es superior a ochenta. Además, tiene otras particularidades, pequeños detalles que hay que conocer.
– Y también más de cincuenta años de antigüedad -añadió Chee-. ¿Sabe usted en qué condiciones estaba?
Edgar se echó a reír.
– Por lo que oí en televisión, el FBI cree que los ladrones del casino se fugaron en ese aparato. Pues más les vale haber tenido mucha suerte, a menos que el viejo Timms se decidiera a gastarse unos cuartos en él desde la última vez que lo vi.
A Chee, cada vez le interesaba más la conversación.
– ¿Fue hace poco? ¿En qué condiciones estaba el aparato?
– ¿De cuánto tiempo dispone? -le preguntó Edgar con una sonrisa.