Знак топора
Ник Картер [Картер, Ник]
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Картер восстанавливается в своем доме в Нью-Йорке после очередного задания, когда его назначают личным телохранителем Никиты Хрущева во время присутствия советского премьер-министра на открытии сессии Организации Объединенных Наций. Картер предотвращает два отдельных покушения на Хрущева. AX и его советский коллега (известный здесь как SIN) полагают, что убийства связаны с усилиями коммунистов Китая по дестабилизации отношений между СССР и США. Ник вместе с российским агентом направляется в Запретный город Китая и уничтожает банду террористов, известную как КОГТЬ. Некоторые факты об авторах: Майкл Аваллоне (1925–1999) Майкл Анджело Аваллоне был американским автором детективов, фантастических романов о секретных агентах, а также новелл для телевидения и кино. Его прижизненным произведением было более 223 работ, опубликованных под его собственным именем и семнадцатью псевдонимами. В данном случае Ник Картер.
Después de los eventos descritos en Run, Spy, Run, Carter se está recuperando en su casa en Nueva York de otra tarea, cuando se le asigna como guardaespaldas personal de Nikita Khruschev durante la asistencia del primer ministro soviético a la sesión de apertura de las Naciones Unidas. Carter frustra dos intentos de asesinato por separado en Jrushchov. AXE y su contraparte soviética (conocida aquí como SIN) creen que los asesinatos están vinculados a los esfuerzos comunistas chinos para desestabilizar las relaciones entre la URSS y los Estados Unidos. Nick está emparejado con un agente ruso para ingresar a la Ciudad Prohibida de China y destruir a una pandilla terrorista conocida como CLAW.
Capítulo 1
Los titulares anunciaban: “KHRUSCHEV VISITARA NUEVA YORK PARA HABLAR ANTE LA ASAMBLEA GENERAL DE LAS NACIONES UNIDAS”.
Nada había en tal noticia que pudiera llamar la atención del ciudadano común. Algunos, en especial los peluqueros y conductores de taxis, que se aprovechaban de sus oyentes cautivos, expresaban clamorosamente su desaprobación ante la próxima llegada a suelo norteamericano del primer ministro soviético. Otros se preguntaban, sin mucho interés, si volvería a repetirse la exhibición de malos modales dada el año anterior por Khruschev en circunstancias similares. Pero a la mayoría no le importaba sencillamente un comino de Khruschev ni de la guerra fría.
Con todo, hubo algunas personas que leyeron aquella noticia con satisfacción e interés, y otras que vieron en ella una señal. En una docena de lugares de la ciudad, suntuosos y miserables, y en varios sitios de otra ciudad, algunos corazones latieron con más rapidez; algunas mentes comenzaron a formular nuevos planes basados en antiguas instrucciones.
Personalmente, Nick Carter se contaba entre la gran mayoría a quien no le importaba si Khruschev iba o venía, si vivía hasta los ciento diez años o si expiraba al día siguiente, víctima de una apoplejía. Sin embargo, como buen profesional, se preguntó si habría problemas.
En ese momento bebía buen whisky escocés y aspiraba el leve perfume de Robyn, sentado en su departamento y gozando de un merecido descanso, luego de una misión satisfactoriamente cumplida. Era un agente de la organización secreta HACHA, encabezada por Hawk, el único que podía impartirle órdenes. Sin duda, no tardaría en hacerlo. Por lo pronto, aquella noche le pertenecía. Esa noche era Nick Carter, un ciudadano común que apenas si pensaba en otra cosa que amor, cócteles, cena y más amor. Y también esa noche, la joven de ojos azules como un lago y de cabello negro como ala de cuervo, era Robyn Tyler, actriz, dramaturga y compañera de idilio, sin ninguna clase de disfraz. Quizás fuera actriz, pero junto a él recobraba su propia personalidad.
—Nick, querido —le susurró al oído, quitándole el diario—No pensemos siquiera en nuestro trabajo. Al diablo con Khruschev; pensemos en nosotros. Hagamos algo lindo.
—¿Por ejemplo? —sonrió él besándole el rostro.
—Por ejemplo, eso mismo ...
—Son las siete, querida.
—¿Y? ¿Acaso es la hora de tus ejercicios de yoga?
—No; es la hora del noticiero —rio él y puso en funcionamiento el televisor—. Lo siento, pero bien sabes que es parte del ritual.
Ella lo sabía, sí. Hawk insistía en que sus agentes se mantuvieran informados de todas las últimas noticias; nunca se sabía cuándo alguna brizna de información podía convertirse en la clave sencilla de algún caso complicado. En la pantalla aparecieron los relatores Bunter y Hinkley.
—Los funcionarios de Washington opinan que los rumores carecen de verosimilitud —dijo el primero—. Sostienen que cada vez que una personalidad prominente visita nuestras playas, en especial modo una personalidad tan discutida como la del primer ministro soviético, la precede una racha de amenazas y rumores. Sin embargo, se adoptarán precauciones. Con ustedes ahora, Pete Hinkley en Nueva York.
Y continuó el nombrado:
—Una vez más, los funcionarios municipales se verán enfrentados con la ingrata tarea de proteger a una personalidad impopular de todo contacto con aquéllos que le guardan rencor personal o sostienen fanáticamente sus opiniones políticas. Todavía no se han anunciado planes acerca de la protección de Khruschev, pero no hay motivos para envidiar a la policía local ni a las fuerzas de seguridad de las Naciones Unidas, tengan o no tengan fundamento los rumores.
Nick apenas si prestó atención al resto del noticiero. Gracias a Dios, aquel problema no le concernía, y bien satisfecho estaba de ello. Se volvió hacia Robyn, la abrazó ...
Y en ese momento sonó la campanilla del teléfono.
El taxi recorrió el trayecto desde el Aeródromo Dulles hasta el centro de Washington. En la calle Catorce, Nick pagó al conductor y caminó varias cuadras hasta llegar a un bar silencioso donde hizo una rápida llamada telefónica y bebió una copa. A la primera reacción de resentimiento experimentada ante la cautelosa llamada de J-2, sucedió otra de curiosidad, cuando el agente chófer de HACHA lo llevó a toda prisa al Aeródromo de Newark, donde le hizo tomar un avión para Washington. Sus únicas instrucciones eran que Hawk requería la inmediata presencia de Carter en el cuartel general de la organización.
Al salir del bar, Nick tomó otro taxi para trasladarse al edificio situado en el Circuito Dupont. En el sexto piso, en las oficinas de los Servicios de Prensa Unificados, lo aguardaba Hawk, quien en mangas de camisa y con un lápiz tras la oreja tenía todo el aspecto de un curtido periodista pueblerino. Sin embargo, esa apariencia no era sino un engaño. Su voz dominante se alzó por sobre el estrépito de las teletipos para decir:
—Era hora de que llegaras. Vamos a mi oficina. ¿Cómo va tu hombro?
—Bien. ¿Cuál es la emergencia?
—Puede que esto no te guste, ya que se trata de algo radicado en tu ciudad, y que no es precisamente de tu especialidad.
—En tal caso, ¿por qué asignármelo a mí? —Carter alzó las cejas—. No tengo inconveniente en cambiar de especialidad, pero ¿acaso no nos hemos ajustado siempre a la práctica de vivir en un lugar y actuar en otro? Y si es que no se ajusta a mi especialidad, quizás algún otro esté mejor preparado que yo para encargarse de lo que sea.
—Aunque te extrañe, todo eso ya se me había ocurrido. —El jefe de HACHA lo miró fríamente—. ¿Debo deducir que rechazas la misión sin saber de qué se trata?
—No ...
Nick sacudió la cabeza negativamente y sacó un cigarrillo. A Hawk siempre le había gustado adornar sus respuestas; pues que hablara él, entonces.
Durante un breve silencio, Hawk esperó que Nick protestara y éste aguardó la explicación de su jefe, preguntándose a que venía aquella especie de prueba. Solía apelar a ese recurso para postergar la mención de algo que no tenía muchas ganas de decir, así que Nick dedujo que su misión no tendría nada de agradable.
—Como sabes, Khruschev viene a Nueva York —comenzó Hawk—. Probablemente hayas oído asimismo los rumores relativos a un complot para asesinarlo. ¿O no?
—En realidad, no. He oído rumores relativos a rumores, pero sin que se mencionara un complot. No oí nada de asesinato; supuse que se trataría de lo acostumbrado ... amenazas de venganza contra un odiado dirigente comunista, y luego... ¡nada! Nada más que manifestaciones y escaramuzas.
—Bueno, ojalá que esta vez tampoco suceda nada —dijo secamente el viejo—. Sin embargo, tenemos motivos para creer que habrá problemas. Hemos recibido información, proveniente en su mayor parte de Cuba, de que si Khruschev regresaba a los Estados Unidos, se cometería un atentado contra su vida.
—¿Por parte de quiénes? ¿De exiliados cubanos? No debe tratarse de ningún individuo aislado, de lo contrario no tendrías informes al respecto. ¿Un grupo norteamericano?
—No lo sé —admitió Hawk, malhumorado—. Si lo supiera probablemente no estarías ahora sentado donde estás. Lo único que puedo decirte es esto: hace varios meses que recibimos informes breves y nada explícitos, relativos a cierto plan para asesinar a Khruschev en los Estados Unidos. Eso es todo lo que sabemos. Por un lado no es nada; por el otro, mucho. Lo importante es la persistencia de estas informaciones. Las recibimos de nuestro agente en Cuba, de refugiados, y a veces de corresponsales en Asia. No podemos descartar la versión. Y no es sólo su persistencia lo que nos interesa; existen otros dos factores de vital importancia. Primero: la mayor parte de estos rumores provienen de Cuba, que no simpatiza nada con nosotros y que se inclina a un comunismo bastante intransigente. Segundo, aparentemente el plan requiere que Khruschev se halle, no en China ni en Cuba ni en ninguna otra parte, sino en los Estados Unidos, y casi seguramente en Nueva York.
—Entonces tú supones que el plan obedece a un doble objetivo —observó el agente secreto, meditativamente—. Por un lado, deshacerse de Khruschev; por el otro, poner a los Estados Unidos, a las Naciones Unidas o ambos en una situación comprometida.
—Así es, más o menos —asintió Hawk—. El resultado podría ser el fin de la organización mundial y acaso el del mundo. Es casi seguro que si Rusia considera que los Estados Unidos son responsables, deliberadamente o no, por la muerte del líder soviético, tendremos una guerra fría como para helarnos o una guerra caliente donde arderemos todos.
—Supongo que tienes razón... Pero eso es insensato; no ganarían nada con ello.
—No se trata de sensatez. Quienquiera suceda a Khruschev tendrá que demostrar su dureza “vengando” el asesinato. Rusia no podría permitirse el desprestigio que le significaría no ir a la guerra. Hemos tenido varios incidentes mucho menos graves que nos han llevado peligrosamente cerca del desastre. No; no busques la sensatez en este juego de la política internacional. Si el atentado llegara a tener éxito, es imposible prever adonde podría llegar el empeoramiento de nuestras relaciones con Rusia. Así es que tendremos que impedirlo. Bajo ninguna circunstancia podemos permitir que le suceda nada a Khruschev aquí. No me importa si se muere diez minutos después de su regreso a Moscú ...
—De eso no estoy tan seguro —arguyo Nick—. Claro que el problema sería menor si no nos pudieran culpar de su muerte, pero aun así podríamos vernos en dificultades muy serias. ¿Quién sucedería a Khruschev? ¿Acaso otro Stalin? No; más vale malo conocido… Pero, ¿quién puede salir ganancioso con su muerte? Quizás se trate de alguien que ni siquiera piensa en la guerra. Los fanáticos no siempre toman en consideración los resultados de sus actos. Podría tratarse de un grupo fascista, o de un grupo de anticomunistas honestos, aunque estúpidos. Podría ser un grupo cubano desilusionado de Rusia y particularmente de Khruschev, o un grupo comunista rival, chino o aun ruso.
—Así es, pero no tiene sentido teorizar más. Tenemos que obtener más datos y tenemos que proteger a Khruschev. Afortunadamente nos queda algo de tiempo. Antes de darnos a la tarea, me gustaría que archivaras mentalmente un par de datos: uno es la sorprendente velocidad con que se difundió la versión de un intento de asesinato, versión que hasta ahora estaba confinada en nuestros propios archivos. Alguien lo reveló en momento curiosamente adecuado. La filtración no surgió de nuestro lado. El otro detalle que deberías tener en cuenta, es la actual intensificación de la guerra fría, provocada por incidentes deliberados, destinados a causar roces entre nuestro país y Rusia. No debemos tener más incidentes de esa clase, y menos uno tan grave como un atentado exitoso contra Khruschev. —Fulminó a su agente con la mirada, como si lo sospechara de abrigar él mismo tan siniestros planes; luego comenzó a trazar garabatos en un block amarillo—. Bueno; supongo que estarás ansioso por enterarte de tu participación en esto ...
—Por cierto que sí.
Sin mirar a su interlocutor, el jefe de HACHA continuó:
—Naturalmente, tu tarea consistirá en impedir que tal cosa suceda. Después que repasemos todos los detalles, regresarás a Nueva York y te pondrás en acción. Acompañarás al primer ministro soviético desde el momento en que llegue hasta el instante en que parta su avión.
Dicho esto, Hawk alzó la cabeza y miró desafiante al boquiabierto Nick.
—¿Mi tarea? —Cerró la boca y tragó saliva—. ¡Claro, por supuesto! El F.B.I., el Servicio Secreto, los guardaespaldas del propio Khruschev, la policía local y las fuerzas de seguridad de las Naciones Unidas estarán demasiado ocupadas para dedicarse a un asunto tan poco importante. ¡Sin contar con que sus recursos son tan limitados y su equipo tan deficiente, que no se pueden arreglar sin mí...! —Rio secamente—. No es misión apropiada para mí ni para HACHA.
—Pues lo es —suspiró Hawk—. En primer lugar, no serás un simple guardaespaldas; tendrás que ser responsable por todas las medidas de seguridad que se tomen y predecir de antemano los movimientos de los asesinos. En segundo lugar, el jefe pidió especialmente tu participación.
El interés de Nick Carter se reavivó: sólo existía en el país un hombre a quien Hawk llamaba jefe.
—Le gustó la forma en que resolviste el caso Harcourt, pese a que Judas logró huir. Bueno; los jefes de Seguridad y de Información concuerdan en que un agente de HACHA, con su amplio entrenamiento especializado en explosivos, aparatos mortíferos, seguridad y traición ajena, sería el más apropiado para coordinar todos los planes y asegurarse de que se lleven adelante. Te elegimos porque el jefe te pidió ... y porque eres el hombre de quien menos puedo prescindir.
—Creo que hoy no estoy muy brillante —dijo Nick, poniéndose de pie—. ¿Qué tiene que ver eso de “el hombre de quien menos puedo prescindir”? ¿Lo dices para halagarme o la misión es tan cómoda que no hay posibilidad de que sufra daño?
—Al contrario. Por el amor del cielo, siéntate. No puedo hablar contigo si me miras desde arriba. Ahora sí. Ofrecemos a los rusos lo mejor con que contamos; tú. Un agente altamente especializado a quien no podemos permitirnos perder y que no queremos perder. Si alguien atenta contra Khruschev, tendrá que eliminarte a ti antes. Tú eres su seguro de vida, precisamente por ser el más importante de nuestros agentes. ¿Comprendes ahora? Tendrás que convertirte en su sombra. Su muerte es tu muerte; su seguridad, la tuya. Por esta vez correremos el riesgo de hacer público que un agente secreto de primera categoría se encarga de la misión. Conviene para nuestras relaciones públicas —rio Hawk—. Los rusos saben mejor que nadie que no exponemos públicamente a nuestros agentes secretos a menos que sea imprescindible. Por eso te arrojamos a los lobos, Carter.
— Ahora que lo explicas, suena bastante razonable —admitió el agente—. Pero yo no quiero que ésta sea mi última misión. A menos que des por terminada mi utilidad para HACHA cuando me despida de Nikita, ¿no crees que debo adoptar algún disfraz para andar entre los lobos?
—Claro que sí —replicó Hawk, irritado—. Ya te dije que no queremos perderte, y me refiero no sólo a tu vida sino a tu utilidad para nosotros. En cuanto terminemos aquí iremos a la sección Corrección; allí podrás pedir lo que te haga falta.
La sección Corrección ejerce su oficio, no sobre pruebas de imprenta, sino sobre rostros y personalidades. Sus artistas saben prácticamente todo lo que es posible saber acerca de maquillaje, comportamiento criminal, cirugía plástica, anatomía, cabello falso y verdadero, impresiones digitales, tinturas y cosméticos, dermatología y cuidados dentales, lentes de contacto, tatuajes y marcas de nacimiento.
Hawk, que en sus garabatos trazaba ahora caras redondas con cabezas calvas, continuó:
—Ahora bien ... Khruschev llegará en un avión a chorro el día anterior a la sesión de apertura. Si lo crees aconsejable y concuerda con tus planes, podríamos hacer que lo inviten a alojarse en una casa privada de Nueva York o de la Isla. Por supuesto, tendrá consigo a sus propios agentes secretos. Todavía ignoramos la extensión de su visita. Probablemente no se quede más que unos días. Bueno, ahora, teniendo en cuenta lo poco que he podido decirte, dime cuáles son tus acciones. ¿Cómo harías para custodiar a Khruschev?
El jefe de HACHA gustaba de enterarse así de las primeras impresiones e ideas de sus agentes; su misma frescura y espontaneidad podía darles valor.
Después de meditar un minuto para poner sus ideas en orden, Nick comenzó:
—Bueno, a mi modo de ver deberíamos encararlo así...
En las primeras horas de la mañana, el aeródromo de Idlewild parecía más tranquilo que de costumbre. Solamente los agentes de policía armados vigilaban desde la plataforma de observación. Todos los accesos al campo estaban fuertemente custodiados, y en su mayor parte clausurados. Los vehículos detenidos se amontonaban ante las barreras; los helicópteros policiales describían círculos a escasa altura. En varios lugares, sin hacerse notar, aguardaban automóviles con los motores en marcha.
El gran avión a chorro soviético permanecía sobre el asfalto como una enorme ave de regreso a su nido. Dos filas de policías militares formaban un pasaje desde el aparato hasta la puerta de acceso. Adentro, agentes de paisano custodiaban los pasillos y las salas públicas. En cada oficina se ocultaban hombres armados con ametralladoras y rifles de alto poder. Los coches oficiales esperaban afuera, manejados por agentes de seguridad y custodiados por asistentes munidos de pistolas y de credenciales gubernamentales.
Junto con el grupo de visitantes rusos, Nick avanzó por entre las filas paralelas de agentes uniformados. Abría la marcha un grupo conjunto de oficiales del servicio secreto norteamericano y soviético. Custodiado por musculosos guardaespaldas, los seguía contoneándose el primer ministro ruso. Varios pasos detrás de él, avanzaba Nick, acompañado por el general Zabotov.
Zabotov había llegado al país poco después que Nick fuera convocado a Washington. Como jefe de un contingente de avanzada de funcionarios soviéticos, el general había conferenciado con Carter y los más importantes agentes de seguridad del país. Algunas de sus exigencias le parecieron fantásticas a Nick. En cuanto a él, expresó su opinión acerca de ciertos arreglos hechos por Carter con una mueca despectiva, pero como parte de la tarea de éste consistía en ser tranquilizador y condescendiente, accedió a todas las demandas rusas y se aseguró al mismo tiempo de que también se llevarían a la práctica sus propios planes. Al avanzar, Zabotov contempló al hombre que iba a su lado, a quien conocía con el nombre de Richard MacArthur, y de quien se decía que era uno de los más valiosos agentes especiales del país. Era aún más alto que él, de vigorosa contextura; tenía ojos oscuros y cabello negro, matizado de gris. Su mandíbula era algo pesada; en el costado de un ojo tenía una cicatriz. Era un tanto obeso en la cintura y parecía cojear un poco al caminar.
Ni los mejores amigos de Nick lo habrían reconocido, acostumbrados como estaban a sus ojos de color gris acerado, mandíbula enjuta, esbeltez y andar felino.
Un grupo de funcionarios municipales y federales sumamente destacados recibió a Khruschev y sus acompañantes dentro del edificio del aeródromo. Al detenerse la comitiva, Nick paseó la mirada rápidamente a su alrededor, a fin de verificar la presencia de los hombres apostados por él en los alrededores. Todos los que por allí estaban, habían sido objeto de pruebas exhaustivas; cada cara le era familiar y de confianza.
La procesión volvió a ponerse en camino, y Zabotov inclinó la cabeza hacia Nick.
—Confío en que recordará lo dicho en nuestra primera reunión. Si alguien llega a acercarse siquiera al primer ministro con la intención de hacerle daño ... si Khruschev llegara a morir... —Hizo una pausa.
—No morirá —repuso Nick con una confianza que estaba lejos de sentir.
—Muy bien —asintió el general con sonrisa sardónica—. En tal caso los Estados Unidos tampoco.
Poco después una comitiva de automóviles, con las sirenas a todo vuelo, partió del aeródromo rumbo a Manhattan. Las motocicletas cerraban la marcha.
Durante cinco minutos no se permitió salir ningún otro vehículo del aeródromo ... y sin embargo hubo dos personas que sí salieron y se dirigieron hacia la ciudad.
Gradualmente se fue normalizando el tránsito. Los guardias armados levantaron el bloqueo de los caminos una vez que pasó la comitiva motorizada.
En la entrada del túnel de Queens a Manhattan, estaban sucediendo dos cosas: un oficial se daba a pensar por su cuenta y un camión detenido parecía dispuesto a ponerse en marcha.
A la distancia se oyeron las sirenas de la comitiva. El camionero, que se afanaba febrilmente ante la misma entrada del túnel, volvió a subir a su cabina y apretó una vez más el arranque. Esta vez logró hacer marchar el vehículo, que avanzó lentamente hacia el interior del túnel con gran chirrido de engranajes. El oficial que pensaba por su cuenta notó que los vehículos se apiñaban en las rutas de peaje y oyó las sirenas. Se le ocurrió que tendría entre manos un gran lío cuando intentara hacer pasar la comitiva por entre las filas de coches que esperaban. Ahora, antes de que llegara la comitiva, era el momento de hacerlos pasar y sacarlos de en medio. Después demoraría a los vehículos que vinieran luego, ajustándose estrictamente a las órdenes. Impartió instrucciones para que se hiciera pasar rápidamente por el túnel al primer grupo de coches.
Dentro del túnel, el camión parecía estar en dificultades, ya que avanzaba lentamente, como un elefante herido. Pero al conductor no le importaba. Tendió la mano hacia una pequeña radio portátil que tenía sobre el asiento y subió el volumen. Se oyó una voz:
—Calculamos un minuto para la entrada. Siga allí. Un minuto para la entrada. Mantenga velocidad; avance lentamente. Espere señal.
El motor del camión tomó velocidad, apenas lo suficiente como para contentar al agente que ocupaba la cabina de peaje, pero no como para batir ningún record de velocidad. La voz de la radio se hizo oír otra vez.
—Verifique mecanismo para tres. Repito: verifique mecanismo para tres. Listo para la acción. Ahora... ¡utilice la primera oportunidad inmediata y ya!
El camionero verificó el aparato que tenía en las manos; luego observó su posición en el túnel. No se veía la garita de guardia siguiente. Con un movimiento rápido y controlado, arrojó un paquete alargado por la ventanilla posterior de la cabina al interior del camión. Faltaban dos minutos; uno o dos coches pasaron junto a él; luego cesó el flujo de vehículos y por un momento pareció que ya ninguno entraba en el túnel.
Súbitamente, el trepidar de dos motocicletas rompió la relativa calma. Velozmente se adelantaron para esperar, a la salida del túnel, el paso de un huésped muy especial.
En la parte de atrás del camión, algo empezó a humear.
Afuera, cerca de una de las cabinas de peaje, alguien gritó:
—¡Detengan ese coche! ¡Les dije que no debían entrar más autos durante dos o tres minutos!
El coche mencionado estaba ya en el interior del túnel e iba a buena velocidad. Un automóvil policial se lanzó en su persecución.
—¡Atención! —se oyó otra radio en el túnel—. Un vehículo no autorizado entró en el túnel a gran velocidad. Un Master Special negro. Hizo caso omiso de la orden de detenerse ...
Los ocupantes de los cuatro autos que formaban la procesión principal oyeron el anuncio con variada aprensión. En el segundo, el agente norteamericano sacó un arma de su pistolera y se dirigió secamente al alto militar que estaba junto a él. El hombrecillo bajo y calvo los miró.
Adelante, a cierta distancia, un humo espeso se elevó del camión, que no se detuvo. Un guardia salió de su puesto con un extinguidor de fuego y corrió tras él. Una llamarada envolvió la parte posterior del camión; el humo surgió en oleadas sofocantes. Detrás de él, los coches frenaron, chocando unos con otros. Algunas personas gritaron. Súbitamente el camión patinó hasta detenerse... cruzado ambas avenidas y bloqueando así el túnel.
Mucho más atrás, el Master Special comenzó a perder velocidad; el coche policial lo alcanzaba. El conductor del primero lo detuvo bruscamente; describió una curva tras el auto policial y dio contra la pasarela con terrible fuerza. Cuatro hombres saltaron afuera; dos de ellos estaban armados de metralletas, los otros dos asían objetos de forma irregular en sus manos levantadas. Los cuatro usaban máscaras antigases.
Las balas policiales despertaron ecos en el túnel. Dos objetos volaron por el aire y estallaron; los cuatro enmascarados se abrieron paso a tiros y avanzaron por entre el humo.
Capítulo 2
—¡Gas lacrimógeno!
Varias voces repitieron el grito dentro del túnel. Adelante, el camión estaba en llamas.
Los cuatro coches principales de la comitiva bullían de actividad. En uno de ellos, una voz incisiva daba instrucciones por un radiomicrófono, mientras otro hombre sacaba máscaras antigases de un compartimiento. Hombres bien armados, con las caras cubiertas, surgieron de los otros automóviles y se desplegaron por el túnel, que era un infierno de fuego y calor. Se oían los alaridos lastimosos de un guardia atrapado en su cabina de cristal, cuya puerta habíase hinchado con el calor.
El hombrecillo regordete y calvo seguía silencioso en el segundo vehículo de la que fuera una comitiva. Por espacio de un instante se preguntó qué habría sido del conductor de aquel camión incendiado, pero pronto lo supo. Súbitamente el que estaba a su lado levantó su pistola, apuntó con cuidado e hizo fuego contra una figura que avanzaba agazapada por la pasarela. Atravesado por una bala, el desconocido se desplomó.
La humareda se hacía cada vez más densa. Las descargas de metralleta repercutían en el túnel; se oyó una voz que impartía órdenes, y de alguna parte surgió ayuda.
Momentos después, el túnel era un campo de batalla, donde las fuerzas del mal estaban en desventaja de diez a uno. Policías y bomberos se precipitaron por entre el humo. Aun en pleno holocausto, varias ambulancias se estacionaron a cada extremo del túnel, y enfermeros de blanco uniforme se arriesgaron a avanzar entre las llamas.
Cuando todo terminó, dos mujeres se habían desvanecido; un anciano sufría un ataque al corazón. Una niñita daba muestras de histerismo. Había muchas gargantas doloridas y ojos irritados. Varios patrulleros pasarían algunas semanas fuera de combate. Cinco hombres yacían muertos; uno era el camionero, los demás, los cuatro ocupantes del Master Special negro.
Al fin el túnel quedó libre y la comitiva, reforzada, reanudó la marcha.
En el segundo automóvil, el gordo de reluciente calva desenvolvió una tableta de goma de mascar y se la llevó a la boca.
—Bueno, señor Khruschev; ¿cómo se siente? —le preguntó el gigantesco agente especial norteamericano que iba a su lado.
—Bastante bien, teniendo en cuenta todo lo sucedido —respondió el interpelado.
El grupo entró en el departamento que en Park Avenue tenía el industrial norteamericano Elmer K. Forrest. Este, que solía declarar públicamente su aversión por el comunismo ruso, era en realidad un ardiente partidario de mejores relaciones comerciales y culturales entre ambas grandes potencias.
Cada ocupante del edificio de departamentos donde habitaba el millonario estaba vigilado. En el personal de maestranza, había varios reemplazos, cubiertos por personas esencialmente adiestradas para llenar dobles papeles: agente especial y cocinero, agente especial y limpiaventanas, agente especial y ascensorista, etcétera. Inspectores de seguridad habían revisado todo el edificio. Sin hacerse notar, policías de paisano, armados, vigilaban el departamento, el edificio, el techo y la calle.
En el estudio de Forrest, Nick Carter repasaba mentalmente las medidas de seguridad adoptadas. Habría viajes de ida y vuelta al centro, y después las Naciones Unidas. Pero días enteros de entrevistas con los agentes de seguridad de la ONU habían dado por resultado un plan que parecía perfecto.
Entró en el estudio el general Zabotov, seguido por uno de los más fieles sirvientes de Forrest, que traía consigo una bandeja con hielo, vasos y vodka. Ante una señal del ruso, dejó la bandeja y salió. Nick miró a Zabotov con aire inquisitivo.
—El primer ministro Khruschev le envía sus felicitaciones —declaró el ruso—. Admira la perfección de su plan y desea que brindemos por su salud.
—Lindo brindis —asintió Nick— . ¡Qué considerado de su parte! Bueno, no quiero decepcionarlo.
—:No le conviene —dijo Zabotov alzando la botella.
Tres días con sus noches de incesante vigilancia dejaron a Nick tenso y con los ojos enrojecidos. La disciplina yoga mantuvo alerta su mente; los ejercicios yoga mantuvieron su cuerpo en condiciones y le permitieron algún descanso. De todos modos, se alegraba de que el jefe ruso partiría pronto de regreso a Moscú.
El mismo Khruschev mostraba señales de intranquilidad. Evidentemente, prefería exhibirse en público y no tener que ocultarse.
Y su aburrimiento lo impulso a complicar las cosas durante su último día de permanencia en Nueva York.
Sentado en la última fila del sector soviético de la Asamblea General, Nick pensó en la perversidad del hombre. Frente a él, la cabeza calva se agitaba, dejando escapar andanadas de palabras. Aparentemente, no tenía ninguna importancia para él el hecho de que otro ocupara el estrado.
El líder soviético había anunciado que, al finalizar la sesión de la mañana, se proponía pasearse por el rosedal con el secretario general, U Thant. Peor aún; periodistas y fotógrafos estaban invitados.
Nick maldijo entre dientes: ¿no podía haber esperado a estar de regreso en su país para pasearse por su maldito rosedal?
La reunión concluía, al menos para la delegación rusa. Entre un murmullo de conversaciones enigmáticas abandonaron la gran sala de asambleas. A su salida no hubo silbidos ni gritos de “Rusos asesinos”, ya que se prohibió la entrada en las galerías durante la estada de Khruschev.
Al presenciar su partida, el orador que ocupaba la plataforma concluyó apresuradamente su discurso. Si algo iba a suceder en el rosedal, no quería dejar de presenciarlo; su país tenía especiales motivos para detestar a Khruschev y al sistema soviético.
También los salones públicos estaban envueltos en un silencio casi sobrenatural. Miles de airados turistas habían sido alejados de los portones. Guardias de seguridad, armados, patrullaban el edificio y sus alrededores, mientras los helicópteros policiales sobrevolaban el Río del Este.
Khruschev y su séquito colmaron dos ascensores que los condujeron hasta la planta baja. Se conversaba mucho, en voz alta y nerviosa, con gran variedad de acentos regionales. Nick, cuyo ruso, aunque bueno, era muy ciudadano, logró entender que les resultaba divertido tener que recorrer tan gran distancia dentro de un edificio para poder salir.