Estados Unidos tiene un plan para apoderarse del universo. Mientras todos llegamos tarde, Nick Carter tiene un plan para derrotar a cualquiera. La contundencia del thriller sumada a la intriga de la novela de espías nos muestra una vez más la refinada literatura de Mario Levrero.
Mario Levrero
Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo
ePub r2.1
Titivillus 18.11.2018
Título original: Nick Carter se divierte mientras el lector es asesinado y yo agonizo
Mario Levrero, 1975
Editor digital: Titivillus
Primer editor digital: Untipo (r1.2)
ePub base r2.0
Índice de contenido
Exordio - Nick Carter y los apuros de un Lord
Primera parte - Nick Carter en la alta sociedad I. Nick Carter y la reunión de los aristócratas
II. Nick Carter y la muñeca inflable
III. Nick Carter en la Zona Siniestra de París
IV. Nick Carter y el lugar de los monstruos marinos
V. Nick Carter contra la Arácnida
Segunda parte - Nick Carter en el Castillo de la hija de Lord Ponsonby I. Nick Carter viaja en ferrocarril
II. Nick Carter derrota a la Arácnida
III. El triunfo de Nick Carter
Sobre el autor
A Ricardito
con alevosía
M. L.
EXORDIO
NICK CARTER Y LOS APUROS DE UN LORD
Agarrado de la soga, mis pies golpearon y rompieron el enorme vidrio de la puerta-ventana del bungalow de Lord Ponsonby; mi cuerpo atravesó esta puerta-ventana y fui a aterrizar blandamente, a las cinco en punto de la tarde, junto al sillón donde el Lord levantaba ceremoniosamente su taza de té.
—¡Cristo! —vociferó, dando un salto. Y luego, al reconocerme—: ¿Es usted, Carter? ¿No tenía otra manera de…?
Me dejé caer en el otro sillón. Mi taza de té estaba servida. Me sentí un poco ridículo. Lord Ponsonby volvió a sentarse; no había derramado una sola gota de su té. Tinker, mi ayudante, se movió inquieto en el interior del bolso de mano. Aflojé los cordones para que pudiera asomar la cabeza y respirar con mayor comodidad.
—A veces no puedo contener mi exhibicionismo —expliqué al Lord, levantando yo también la taza para llevarla a mis labios—. Créame que lo siento.
Hubo una pausa para saborear el té. Lo encontré excelente.
—Vea, Carter —dijo luego el Lord—, iré derechamente al grano. Necesito sus servicios.
Asentí. Por detrás del Lord, mi imagen satisfecha se reflejaba en un enorme y hermoso espejo que duplicaba el salón.
—Lo sabía —comenté—. Este era otro motivo para entrar así en su casa, Lord. Quería demostrarle mi excelente estado físico, mi pujanza…
—No era necesario.
—Gracias.
—Ahora, preste usted atención, por favor, Carter. No puedo darle mayores detalles, porque ignoro casi todo. Pero me consta que algo se va a producir, y muy pronto, en el Castillo. Como usted sabrá, el Castillo…
Me distraje de los detalles. Sabía vagamente que una hija del Lord se había casado y habitaba con su marido un castillo; sabía que a ese castillo se invitaban a menudo personalidades… Pero comencé a preocuparme por mi imagen en el espejo: se había levantado del sillón y salía de la pieza. Traté de que el Lord no advirtiera mi preocupación, pero no podía menos que estar pendiente de lo que sucedía en el espejo. Por las dudas, hundí la cabeza de Tinker en el bolso y volví a apretar los cordones. Hay cosas que ni siquiera mi ayudante tiene por qué saber.
—Ahora bien —proseguía el Lord—; me consta que algunos de los invitados han recibido ciertas amenazas… que algo está por desencadenarse allí…
—Muy interesante —dije. Llevé la mano al bolsillo de la chaqueta y extraje mi cigarrera dorada, la que extendí abierta al Lord. Él negó con un ademán, y extrajo un puro del bolsillo superior del chaleco. Tenía que distraer al Lord por todos los medios: mi imagen había regresado al espejo, acompañada de la hija menor de Lord Ponsonby. Ambas imágenes estaban desnudas y se acariciaban impúdicamente. Mi imagen se había acercado todo lo posible a la superficie del espejo y exageraba sus obscenidades. Si el Lord se daba vuelta, yo estaba perdido. La hija del Lord era una niña; apenas diez u once años. Tenía cabellera rubia y larga, lacia, y mi imagen lamía unos pequeñísimos pechos puntiagudos al tiempo que las manos encerraban unas nalgas pequeñas pero perfectamente redondeadas.
—Usted comprenderá que necesito más detalles, todos los detalles posibles —dije, mirando fijamente al Lord, mientras mi frente se cubría de gotitas de sudor. Noté que mi voz era demasiado aguda.
—He preparado una lista con los nombres y las ocupaciones de los invitados —dijo, y me extendió un papel que había sacado del bolsillo inferior derecho del chaleco—. He señalado con una cruz aquellos de quienes tengo constancia que han recibido amenazas.
Yo deslicé el papel dentro de la bolsa de Tinker. Ya imaginaba lo que haría: tiene la manía de doblar los papeles por la mitad, varias veces sucesivas, desde que se enteró de que no hay papel, por grande que sea, que pueda doblarse más de ocho veces sobre sí mismo. Él, sin embargo, había logrado doblar algunos hasta sesenta y cuatro veces. Ahora creía oírlo, dentro del bolso, doblando y doblando.
—Además —dijo el Lord—, tengo listo este cheque para usted. Bastará para cubrir algunos gastos, independientemente del resultado de sus investigaciones.
Apreté los dientes y traté de contener un gesto de horror. Mi imagen estaba devorando a la niña; había comenzado por el sexo, clavando los dientes, y arrancaba pedazos de carne. Mi imagen tenía una expresión diabólica con la boca llena de sangre y unos dientes espantosamente crecidos, mientras la niña sacudía la cabeza de un lado a otro, llena de placer.
Lord Ponsonby me alcanzó un cheque por mil dólares, y de inmediato lo deslicé en el bolso de Tinker. Lo doblaría también, y sería imposible cobrarlo; pero yo ya no sabía lo que hacía.
—Toc, toc, toc —sonó débilmente el golpeteo de unos dedos contra un vidrio. Antes de que el Lord lo advirtiera, antes de que tuviera tiempo de echar un vistazo hacia la procedencia del sonido, el espejo, donde mi imagen se masturbaba triunfalmente con un pie apoyado sobre el vientre de la niña, abierto, y ella agonizaba, me levanté de un salto y cubriéndome con el escudo que tomé de una armadura de adorno que había en el salón me arrojé contra el espejo y lo hice añicos.
—¡Esto es demasiado! —gritó el Lord furioso, poniéndose de pie.
—Alto —dije, con cierta calma—. No se apresure a juzgar. Recuerde que está ante el detective más grande del mundo. No haga preguntas. Acabo de salvar su vida.
El Lord se puso pálido.
—¿Salvar mi vida? —preguntó, asombrado.
—Sí. Salvar su vida. Pero no tema; el ataque estaba dirigido contra mí. Tengo un asunto pendiente con Watson, el socio de los monstruos marinos.
El Lord respiraba con dificultad.
—Pero ese espejo…
—¡Sht! Ni una palabra. —En un pequeño fragmento de espejo, vi la cara de mi imagen que me hacía una mueca de burla—. Ahora debo irme. No se preocupe. Deje todo en mis manos.
—Espero que sepa lo que hace —comentó el Lord, con un suspiro, mientras yo enrollaba la cuerda en mi muñeca y tomaba el bolso con mi ayudante.
—Ya tendrá noticias mías —dije, y dando un alarido me lancé nuevamente, con violencia, a través de la puerta-ventana.
PRIMERA PARTE
Nick Carter en la alta sociedad
I
NICK CARTER Y LA REUNIÓN DE LOS ARISTÓCRATAS
Subí de ocho en ocho los escalones de madera que llevan a mi oficina de la calle Baker. En el segundo piso me crucé con un hombre que bajaba; sin duda un extranjero. Tenía desatados los cordones de los zapatos, mal hecho el nudo de la corbata y cierto desorden en los cabellos. Realicé una serie de deducciones obvias (las deducciones forman parte de mi oficio; a veces, como en este caso, las hago mecánicamente). Saludé al pasar a Virginia, mi secretaria, quien se arreglaba el pelo en la antesala, detrás de su pequeño escritorio, y ya en mi despacho, dejé en el suelo el bolso de Tinker y le aflojé un poco los cordones. Sobre mi escritorio se había acumulado un montón de correspondencia. Me llamó la atención un paquete pequeño, envuelto en papel de estraza, que había venido por correo; no llevaba remitente. Lo dejé para más tarde; nosotros los detectives famosos tenemos infinidad de enemigos, y ese paquetito podía ser una trampa mortífera. Algo que explotara al contacto con el aire, por ejemplo. Ya se lo haría abrir a Tinker. Por el momento me dediqué a la correspondencia. Nada demasiado interesante: una invitación para una fiesta, otra invitación para otra fiesta; varias cuentas que no pensaba pagar, una docena de amenazas de muerte, de distintos enemigos, algunos verdaderos, pero en su mayoría gente histérica que se descarga mediante anónimos; y otra carta, la más importante, proveniente de un país latinoamericano cuya exacta ubicación en el mapa me es imposible recordar; se trataba de un escritor desconocido, solicitando que le permitiera utilizar mi nombre para una serie de novelas policíacas que pensaba escribir. Pulsé el timbre del intercomunicador.
—¿Yes? —se oyó la voz de mi secretaria.
—Grey Hound talking. Grey Hound talking. Cambio.
—¡Oh, Nick! Déjese de tonterías. No hay nadie en la antesala. ¿Qué quiere?
—Venga con el block de notas. Tengo una carta para dictar.
—O. K.
Al instante se abrió la puerta del despacho y entró Virginia. Tiene un cuerpo menudo y agradable. Es una secretaria excelente, y cuenta además con la inapreciable virtud de ser terriblemente ninfómana. La miré con simpatía.
—A fin de mes recuérdame que te aumente el sueldo —dije.
—Hace seis meses que no me paga —respondió.
—Ah, mi querida Virginia —sonreí, con aire complacido, echándome hacia atrás en el asiento—. Todo va a cambiar. Tengo un asunto extremadamente jugoso entre manos. Dentro de poco, verás cómo esta triste oficina se cubre de dinero… Mientras tanto —agregué, estirando la mano—, ¿cuánto te dejó el tipo ese?
—Oh —suspiró Virginia, metiendo la mano en la liga—. Tenía que cruzarse con él… Bueno, no tuve tiempo de contarlo. —Fue poniendo los billetes y monedas sobre el escritorio—. Dos libras esterlinas, catorce dólares, siete francos suizos, un doblón antiguo…
—Perfectamente —dije, tomando el dinero—. Ten este dólar para cigarrillos. Ahora te voy a dictar. «Estimado señor…».
—Un momento, Nick. ¿No podrías dedicarme apenas unos minutos? —tiró de uno de los hombros de su vestido enterizo y se lo quitó limpiamente, con suma habilidad.
No usaba, por lo general, ropa interior.
—¡No! —grité—. ¡Ahora no! Tengo mucho que hacer, hay mucho trabajo acumulado… ¡No, no! —Me levanté del sillón y empecé a correr alrededor del escritorio, perseguido por la ninfómana.
—Un minuto, sólo un minuto… —murmuraba ella. Sé que cuando le ataca es inútil resistir. Volví a hundir a Tinker en el bolso, y me senté en el sofá.
—Está bien —dije, recostando la cabeza.
* * *
—A veces —murmuré mientras me afeitaba en el pequeño cuarto de baño junto al despacho— no sucede nada durante meses enteros; y de pronto, sin previo aviso, se descuelgan todos juntos importantísimos acontecimientos, y el tiempo no alcanza, no alcanza… en absoluto… ¡Demonios! —exclamé. La imagen en el espejo no correspondía exactamente a mi cara. En seguida comprendí—. ¡Maldito! ¡Me vas a hacer cortar con tus trucos! —Mi imagen en el espejo había retirado su cara y la había sustituido por sus obscenas asentaderas. Luego reapareció la cara sonriente—. ¡No! —le grité—. ¡Yo no me río, imbécil! —Se puso serio nuevamente, y siguió imitándome hasta que terminé de afeitarme.
Antes de salir dejé mis instrucciones a Tinker, acerca de la vigilancia del mar y, muy especialmente, acerca del paquetito misterioso.
—Después que yo salga —dije— cuenta lentamente hasta cien, y lo abres. El contenido lo dejas sobre el escritorio, con los cuidados del caso. Y no vayas a tocar nada.
Me puse el sombrero y salí.
* * *
Uno de los asuntos pendientes se refería a Watson. Un grupo de gente que no tenía conciencia del peligro se había reunido en la costa, donde se denunciara la aparición fugaz de un monstruo marino. Pero el monstruo marino nada significaba sin su socio, Watson, quien era la encarnación de la perversidad. Me fue presentado en una reunión cuando yo aún desconocía sus extrañas conexiones con el mar, y de inmediato sentí un profundo rechazo. Este rechazo se acentuaba notablemente con la atracción que, al mismo tiempo, me producían ciertas maniobras suyas. Llevaba, por ejemplo, bajo el brazo derecho, una nutrida cantidad de ejemplares de literatura pornográfica. Entre la selectísima concurrencia a la reunión se había creado un tenso ambiente, a causa de estos volúmenes. En realidad, no existía más que la sospecha de la índole del material, que Watson mantenía alejado de nuestra vista; era su cara, y sus maneras perversas, lo que nos inducía fuertemente a pensar en pornografía. ¿Qué otra cosa podía llevar un hombre así debajo del brazo?
En determinado momento deslizó un ejemplar a mi lado, sobre el sofá, y se alejó unos pasos. Esperaba sorprenderme hojeándolo. Era un pequeño libro de tapas totalmente en blanco. Este hecho excitaba notablemente mi imaginación. Levanté la vista y vi que Lady Dunsay me observaba, y que observaba alternativamente el librito. Nuestras miradas se encontraron, y por unos instantes el ajado rostro de esa mujer recobró su juventud y una especialísima atracción erótica. Paseó lentamente la punta de la lengua por sus labios carnosos. Watson estaba aún de espaldas a mí, calculando el momento preciso para darse vuelta y dejarme en evidencia. A pesar de todo le hice una seña a Lady Dunsay, algo que quería significar una cita para más tarde. Ella bajó brevemente los párpados en señal de asentimiento. Pero a mí me interesaba el librito, y quería apoderarme de él sin que nadie se diera cuenta.
Cuando apareció el monstruo marino, de cuerpo barroso y muy largo y con una enorme cara humana muy fea, y la gente de la costa huyó, Tinker, apostado desde hacía unos días en un lugar estratégico, vio cómo Watson se acercaba al monstruo y se producía un diálogo. Entonces Tinker me llamó por medio de la señal convenida y rastreamos las huellas de Watson y logramos acorralarlo en un cubículo en el tercer piso de una casa de apartamentos. Watson empujaba la puerta tratando de salir. Tenía mucha fuerza. Tinker y yo empujábamos hacia adentro, tratando de que no se escapara. Pero necesitábamos refuerzos.
El problema fundamental era la falta de pruebas. Para conseguirlas, dejé a Tinker al cuidado de la puerta y volví a la reunión. Las fuerzas de Tinker no darían para mucho tiempo y, sin embargo, yo no podía apurar las cosas. Me senté en el sofá, junto al librito de tapas blancas. Lady Dunsay había desaparecido. Ahora varias damas me observaban discretamente a través de los espejos de sus polveras, mientras conversaban con otros caballeros.
En principio traté de atraer la atención y para ello recurrí a algunos trucos: la hamaca que se hace con piolines, y que nunca me salió bien. (Tampoco tuve suerte en esta oportunidad, y terminé por quedar penosamente enredado en los piolines, debiendo acudir una dama en mi socorro para liberar mis manos). Luego hice algunas suertes afortunadas con los naipes, pero el interés decaía. Resolví estimularlo contando una historia. El librito blanco continuaba a mi lado, y debo reconocer que tenía que hacer grandes esfuerzos para concentrarme en mis propias palabras y, más aún, para quitar de él la atención de los presentes.
—Ya que me preguntan —comencé diciendo—, el caso más notable de toda mi carrera ha sido sin duda alguna la extraña muerte de Sir Richard Overlocker, ocurrida en las más extrañas circunstancias.
Los concurrentes comenzaron a interesarse en mi relato. Algunos incluso acercaron las sillas pero, sin querer demostrar totalmente su interés, fingían mirar hacia otra parte.
En efecto: la muerte de Sir Richard había estado sumida en un misterio impenetrable. Era la clásica muerte en un Cuarto Cerrado, al cual nadie había tenido acceso. Y el médico había dictaminado «muerte natural», por una falla cardíaca congénita. Había podido creerse en este dictamen, de no mediar un hecho asombroso: Sir Richard había recibido una carta amenazándolo de muerte. Y era su esposa quien había solicitado mis servicios para aclarar el enigma.
—Yo había conocido a esta mujer en un baile de máscaras… —pero recordé a Tinker empujando la puerta del cubículo y decidí resumir la historia—: El asesino era el mayordomo —dije abruptamente, y se oyeron unos «oh» de desencanto por el rápido desenlace. Ya había logrado captar la atención, y debía aprovecharlo—. Ahora, tengo que solicitar vuestra colaboración para aclarar un nuevo caso…
—¡Un momento! —se alzó la voz indignada de una dama, en quien creí reconocer a la Marquesa of Delaware—. ¡No nos ha explicado cómo se cometió el crimen!
—Más tarde —respondí, con calma—. Juro que más tarde daré todas las explicaciones. Pero el tiempo apremia.
La dama en cuestión trató de insistir, por lo cual me vi obligado a ponerme de pie y elevar el volumen de mi voz.
—Todos ustedes han visto —continué— este librito de tapas blancas que ha sido colocado sobre el sofá. Nadie —y aquí dejé escapar una risita irónica—, nadie ignora su repugnante contenido. Nadie, tampoco, ha dejado de apreciar quién lo ha colocado allí. Esto tiene mucha importancia, porque la persona que lo ha colocado allí es el ser más perverso y repugnante, es el criminal más espantoso que jamás haya existido. Se ha asociado con los monstruos marinos para sembrar el terror y el crimen a nuestro alrededor. Y este ser detestable ha sido atrapado por mí, Nick Carter, y en este momento está siendo custodiado por mi valiente ayudante Tinker. Damas y caballeros, cuento con vuestra ayuda. Necesito pruebas para encarcelar de por vida al criminal, y necesito la ayuda física de los caballeros para impedir que huya.
Hubo algunos aplausos. Me aclaré la garganta y proseguí.
—He aquí, sobre el sofá, una muestra palpable de la perversidad de este hombre. Un librito de tapas blancas. ¿Quién osa imaginar el contenido de este libro, que no se atreve a presentar un título, ni una ilustración? ¿Qué clase de material, si no el más terrible y repugnante, puede contener? Imaginen ustedes las escenas más escabrosas y su imaginación quedará corta. Allí está contenida sin duda toda la perversión del mundo, cosas que por supuesto las damas aquí presentes no podrían ni siquiera presumir, y que incluso los caballeros contemplarían con un gesto de horror.
Mi discurso tuvo su efecto. Una de las damas había retrocedido a un rincón donde sólo yo podía verla, y allí se mordía los labios hasta hacerlos sangrar, mientras se frotaba los pechos con las manos por encima del vaporoso vestido de seda, y, con el cuerpo un tanto retorcido, se balanceaba ligeramente sobre sus piernas muy apretadas. Las otras damas y los caballeros tenían actitudes más disimuladas pero del mismo tenor.
Levanté la vista y vi a Lady Dunsay, en el tope de la escalera, haciéndome señas de impaciencia. Me indicaba con los ojos que tomara el librito de tapas blancas y subiera a sus habitaciones. Uno de los caballeros sorprendió los gestos e intentó adelantarse.